viernes, 29 de abril de 2011

El placer de vagabundear, Roberto Arlt (Aguasfuertes porteñas)

Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: "No toda es vigilia la de los ojos abiertos".
Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el "crosta" de botines destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra.
Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.
Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!
Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad.
Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería. El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto... el secreto que los mueve a través de la vida como fantoches.
A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.
Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.
La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta...
Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de "la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos.
Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.

martes, 26 de abril de 2011

Esa mujer, Rodolfo Walsh




El coronel elogia mi puntualidad:
¬Es puntual como los alemanes ¬dice.
¬O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
¬He leído sus cosas ¬propone¬. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
¬Esos papeles ¬dice.
Lo miro.
¬Esa mujer, coronel.
Sonríe.
¬Todo se encadena ¬filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
¬La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
¬¿Mucho daño? ¬pregunto. Me importa un carajo.
¬Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ¬dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
¬La pobre quedó muy afectada ¬explica el coronel¬. Pero a usted no le importa esto.
¬¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
¬La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
¬Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
¬La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
¬¿Qué más? ¬dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
¬La confundió con un ladrón ¬sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
¬Pero el capitán N. . .
¬Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
¬¿Y usted, coronel?
¬Lo mío es distinto ¬dice¬. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
¬Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
¬Me gustaría.
¬Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
¬Ojalá dependa de mí, coronel.
¬Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
¬Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
¬¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
¬Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
¬¿Qué querían hacer?
¬Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
¬Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
¬Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
¬Esa mujer ¬le oigo murmurar¬. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
¬Desnuda ¬dice¬. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente¬, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
¬Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
¬...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos¬, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
¬No.
¬Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
¬Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
¬Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
¬¿Pobre gente?
¬Sí, pobre gente.¬El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior¬. Yo también soy argentino.
¬Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
¬Ah, bueno ¬dice.
¬¿La vieron así?
¬Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
¬Para mí no es nada -dice el coronel¬. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
¬A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
¬¿Se impresionaron?
¬Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
¬Beba ¬dice el coronel.
Bebo.
¬¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
¬¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
¬Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
¬Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
¬Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
¬¿Y?
¬Era ella. Esa mujer era ella.
¬¿Muy cambiada?
¬No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
¬¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
¬¿Enciendo?
¬No.
¬Teléfono.
¬Deciles que no estoy.
Desaparece.
¬Es para putearme ¬explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder ¬digo alegremente.
¬Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
¬¿Qué le dicen?
¬Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
¬Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
¬La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
¬Llueve día por medio ¬dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
¬¡Está parada! -grita el coronel¬. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
¬No me haga caso -dice, se sienta¬. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
¬¿Eh? -dice¬ ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
¬¿La sacó usted?
¬Sí.
-¿Cuántas personas saben?
¬DOS.
¬¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
¬¿Dónde?
No contesta.
¬Hay que escribirlo, publicarlo.
¬Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
¬¡Ahora! ¬me exaspero¬. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
¬No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
¬¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
¬Es mía -dice simplemente¬. Esa mujer es mía.

viernes, 22 de abril de 2011

“aquel peronismo de juguete” * Osvaldo Soriano

Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía “Perón cumple, Evita dignifica”, era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajó. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel “sobrestante” que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: “¡No me voy a morir sin verlo caer!”. Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: “Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo”. Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. “En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños”, decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban “tirano prófugo” al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban “Viva Perón, carajo”. Entonces cargaron los cosacos y recibí mi prime¬ra paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.
*de "Cuentos de los años felices"

"La balada del álamo Carolina" Haroldo Conti




A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti,
y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.
Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo,
la primavera siempre volverá.
Tú, florece. (Anónimo japonés)

Uno piensa que los días de un árbol son todos
iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un
viejo árbol es un día del mundo.
Este álamo Carolina nació aquí mismo,
exactamente, aunque el álamo Carolina, por lo que se sabe,
viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día
sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como
una pelambre, un pastito más, un miserable pastito
expuesto a los vientos y al sol y a los bichos.
Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que
eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y
cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó
por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por
las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió
que había dentro de él como un camino, aunque todavía no
supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás
de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado
sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las
puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.
Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También ya sabía para
entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en
efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra
de costado igual que el camino.
Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la
cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que
estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se
encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre
como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así
hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que
ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.
Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de
manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la
tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y
entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche
y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda.
2
A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el
primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto
más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva
y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego reemprendió el
vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la
relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y
anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma
que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños.
El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no
agitarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.
Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama
con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un
árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo
desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de
madera en su verde jaula de fronda.
Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera
cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un
techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de
humo. A veces el viento trae algunas voces.
Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el
viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la
piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de
chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera.
Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas
paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la
escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el
frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.
El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las
hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el
ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por
debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la
tierra.
Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y
profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo
lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo,
incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a través de aquel húmedo
corazón.
Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos
y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable
de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas
llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus
delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un
bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del
bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus hermanos, noche a noche.
Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas
preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre todo en
invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces
cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.
Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvelado vuela
hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas
de cristal, un perro aulla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el
cuadro de trigo.
3
En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la
siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada,
el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea
de espigas amarillas.
Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto
que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella
alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los
pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo
pero sí árbol completo, sintió por primera vez el dolor de su fijeza.
Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo del otoño volar en
figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se
transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del
viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer otros muchos
sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vuelos.
El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de
acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol músico.
Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo
en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le
adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del
árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza.
Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de
otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso
verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia
oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los
vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él
todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos.
Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube
desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota
nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más
alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.
Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que
brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y
proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.
Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó
por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El
hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar
hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga
de la camisa.
Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se
recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.